Un rincón de la Casa de las Palabras

Un rincón de la Casa de las Palabras





25 feb 2013

La Banda del Ciempiés

La Banda del Ciempiés causaba estragos casi a diario. Una tarde, justo a la hora en que en una zona poblada de grandes tiendas se producía la salida de las empleadas, en un periquete se formó el espantoso muñeco que en rápidas ondulaciones, durante dos cuadras, se movía buscando víctimas; éstas eran por lo general las empleadas más jóvenes, que se veían aferradas por manos nerviosas que tironeaban de sus ropas y las arrancaban, dejándolas completamente en cueros en cuestión de segundos; los chillidos de las mujeres ensordecían los oídos en varias cuadras a la redonda y se imponían incluso al ruido de las matracas del Ciempiés. Entre los integrantes de la crapulosa banda había dos o tres que se dedicaban a sacar fotografías de las empleadas que habían sido despojadas de sus ropas; el flash de las cámaras relampagueaba continuamente, y luego esas fotos fueron enviadas a la prensa, la que, doloroso es decirlo, no se contuvo por razones humanas o morales y les dio amplia publicidad, para mayor escarnio de las humilladas mujeres. Como siempre, de pronto el muñeco se deshizo en una esquina; toda la operación no había llevado más de cinco minutos, pero tan intensos para quienes los sufrieron que parecieron cinco horas. Otro día, aunque no se pudo demostrar que el hecho tuviera directa relación con la Banda del Ciempiés, si bien casi todo el mundo estuvo de acuerdo en presumir su inspiración, a las cinco de la tarde, hora de gran circulación de tránsito en la ciudad, fueron robados simultáneamente de todos los cuartelillos de bomberos y de distintos hospitales una serie de vehículos, del tipo carro de bomberos y ambulancia, y todos confluyeron puntualmente en una de las más grandes y transitadas avenidas, haciendo sonar sus sirenas con los tonos más agudos y desesperados y desplazándose sin control a toda velocidad, atropellando todo lo que se pusiera en su camino, así se tratara de coches, ómnibus o inofensivos peatones; todo era aplastado, chocado, arrastrado, arrasado, en medio del ulular de las sirenas de esa infinidad de vehículos y del humo de los incendios de los coches y del griterío de todo el mundo. A lo largo de cuadras y cuadras fue quedando el tendal, tanto en las avenidas como en las aceras que la flanqueaban, pues los vehículos no se privaban de subir a las veredas cuando lo creían conveniente; así fueron aplastados cochecitos de bebé, ancianas con bolsas o carritos para compras, hombres con portafolios o lo que fuera. Los propios patrulleros policiales que concurrían a tratar de imponer el orden eran despiadadamente embestidos; no se veía ninguna forma de detener tan gigantesco y violento atentado. A alguien se le ocurrió informar al ejército y pedir la presencia de tanques y aviones, pero cuando este pedido de auxilio llegó a los oídos debidos, ya todo había cesado, los vehículos robados habían sido abandonados y sus conductores se habían dado a la fuga en otros coches que los esperaban en lugares sin duda previamente convenidos. Llevó varios días restablecer el orden en la avenida, limpiádola de cadáveres y de restos de vehículos destrozados, y mientras tanto la Banda del Ciempiés continuaba armando y desarmando su burdo muñeco en distintos puntos de la ciudad, impunemente.

Mario Levrero, La Banda del Ciempiés

1 feb 2013

Médium

Soy un hombre tranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo de soñar; no comprendo por qué se me figura que debo de soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

   Hay que estudiar    dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

   ¿Qué tienes?    le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.
Luego, en voz baja, murmuró:

   Ha sido mi hermana.

   ¡Ah! Ella...

   No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida...; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

   Es mi hermana, mi hermana    dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.


¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

Pío Baroja