Un rincón de la Casa de las Palabras

Un rincón de la Casa de las Palabras





30 jul 2012

Teoría de Dulcinea

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.

Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de patrañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos, a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.

Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.
Juan José Arreola

11 jul 2012

Taza

Una lluvia torrencial, impetuosa. Cortina de agua entre los ojos y el sol. Obscuridad; en la obscuridad, brillo del agua que cae. Demasiado denso el turbión para ser agua; no es granizo; no son copos de nieve; ni pedacitos de hielo. Resplandor súbito; el suelo cubierto de una espesa capa de tiestos; tiestos de brillante loza. Millones de fragmentos de tazas; las tazas rotas de una casa en cien años; las de un pueblo; las de una nación; las del mundo entero. Montaña, cordillera de fragmentos de blancas, rojas, azules, amarillas, verdes tazas. En el ingente monton, una taza de color amarillo; una taza íntegra sin desportillamiento, sin grietas. Una taza amarilla que fulge al sol; un rayo de sol que resbala por la redondez de la tacita amarilla. Sola, esta taza, sobre el sedimento de los tiestos de millones de tazas.

Vasar; armario; alacena, fila de vasos de cristal; jarros, jícaras; tazas colocadas simétricamente. Entre las tazas, de todos los colores, la taza amarilla; como escondida, recatada, sin que quiera que la veamos. En la casa pobre, la taza que ha descendido a lo largo de las generaciones, de padres a hijos; sin romperse; sin desportillarse; sirviendo en su concavidad el caldo, la manzanilla, la tila, la malva, el cantueso. Llevada y traída por todo el ámbito de la casa; hacia el cuarto del enfermo; del cuarto del enfermo al barreño para ser fregada; puesta después en el vasar. Cincuenta años, sesenta, tal vez cien. Aquí en su leja sencilla y modesta; si la miramos, pensando en sus méritos, aunque no pronunciemos el elogio, su color amarillo se torna vivo carmín; el carmín de las mejillas de una virgen pudorosa. Si, emocionados, con las manos titubeantes, intentamos cogerla, el carmín se torna palidez de muerte. No querer morir; querer seguir descendiendo de mano en mano por la pendiente de las generaciones; querer seguir estando en las manos temblorosas de estas pobres gentes que la llevan por la casa hasta el cuarto del enfermo; en el cuarto del enfermo, ser aproximada poco a poco a los labios; ser tocada, besada, por los labios; escuchar el hondo suspiro de sosiego, de esperanza, que de los labios se exhala después de haber absorbido el líquido que llevaba en su concavidad. No pretender nada; no ser bonita; ser de loza tosca y sencillamente pintada; pero tener la satisfacción de haber aliviado muchos, incontables dolores. Y aquí, ahora, en el vasar, en la alacena, entre los vasos, entre las jícaras; dominada por un jarro altivo, arrogante. Un jarro que la mira a ella por encima del hombro; por encima de su ancha boca. Repentinamente, en el rayo de sol que entra por la ventana, entran también unos cartones que van a colocarse debajo de cada taza. Los rótulos dicen:  Cien metros; trescientos metros; quinientos metros... Las demás tazas han caminado poco por la casa; el rótulo que ha venido a colocarse debajo de la taza amarilla dice: seis kilómetros. Un caminar enorme; seis kilómetros en cien años; seis kilómetros en la casita reducida, pobre; seis kilómetros en tan breve trecho como hay del vasar a cuartos donde están las camas; seis kilómetros de ir y venir llevada por las manos piadosas de estas gentes sencillas; seis kilómetros, en tanto que en su seno se removía, con un ruidito sonoro    ese ruidito que conocen los enfermos    , la cucharilla que agita el líquido. Aquí, ahora, descansando, en el vasar. Todo obscuro. De pronto, el rayo de sol que se concentra en la tacita amarillenta y la hace brillar con un resplandor maravilloso; el resplandor divino que tiene la caridad.

Azorín, Pueblo