Una lluvia torrencial, impetuosa. Cortina de agua entre los ojos y el sol. Obscuridad; en la obscuridad, brillo del agua que cae. Demasiado denso el turbión para ser agua; no es granizo; no son copos de nieve; ni pedacitos de hielo. Resplandor súbito; el suelo cubierto de una espesa capa de tiestos; tiestos de brillante loza. Millones de fragmentos de tazas; las tazas rotas de una casa en cien años; las de un pueblo; las de una nación; las del mundo entero. Montaña, cordillera de fragmentos de blancas, rojas, azules, amarillas, verdes tazas. En el ingente monton, una taza de color amarillo; una taza íntegra sin desportillamiento, sin grietas. Una taza amarilla que fulge al sol; un rayo de sol que resbala por la redondez de la tacita amarilla. Sola, esta taza, sobre el sedimento de los tiestos de millones de tazas.
Vasar; armario; alacena, fila de vasos de cristal; jarros, jícaras; tazas colocadas simétricamente. Entre las tazas, de todos los colores, la taza amarilla; como escondida, recatada, sin que quiera que la veamos. En la casa pobre, la taza que ha descendido a lo largo de las generaciones, de padres a hijos; sin romperse; sin desportillarse; sirviendo en su concavidad el caldo, la manzanilla, la tila, la malva, el cantueso. Llevada y traída por todo el ámbito de la casa; hacia el cuarto del enfermo; del cuarto del enfermo al barreño para ser fregada; puesta después en el vasar. Cincuenta años, sesenta, tal vez cien. Aquí en su leja sencilla y modesta; si la miramos, pensando en sus méritos, aunque no pronunciemos el elogio, su color amarillo se torna vivo carmín; el carmín de las mejillas de una virgen pudorosa. Si, emocionados, con las manos titubeantes, intentamos cogerla, el carmín se torna palidez de muerte. No querer morir; querer seguir descendiendo de mano en mano por la pendiente de las generaciones; querer seguir estando en las manos temblorosas de estas pobres gentes que la llevan por la casa hasta el cuarto del enfermo; en el cuarto del enfermo, ser aproximada poco a poco a los labios; ser tocada, besada, por los labios; escuchar el hondo suspiro de sosiego, de esperanza, que de los labios se exhala después de haber absorbido el líquido que llevaba en su concavidad. No pretender nada; no ser bonita; ser de loza tosca y sencillamente pintada; pero tener la satisfacción de haber aliviado muchos, incontables dolores. Y aquí, ahora, en el vasar, en la alacena, entre los vasos, entre las jícaras; dominada por un jarro altivo, arrogante. Un jarro que la mira a ella por encima del hombro; por encima de su ancha boca. Repentinamente, en el rayo de sol que entra por la ventana, entran también unos cartones que van a colocarse debajo de cada taza. Los rótulos dicen: Cien metros; trescientos metros; quinientos metros... Las demás tazas han caminado poco por la casa; el rótulo que ha venido a colocarse debajo de la taza amarilla dice: seis kilómetros. Un caminar enorme; seis kilómetros en cien años; seis kilómetros en la casita reducida, pobre; seis kilómetros en tan breve trecho como hay del vasar a cuartos donde están las camas; seis kilómetros de ir y venir llevada por las manos piadosas de estas gentes sencillas; seis kilómetros, en tanto que en su seno se removía, con un ruidito sonoro
ese ruidito que conocen los enfermos
, la cucharilla que agita el líquido. Aquí, ahora, descansando, en el vasar. Todo obscuro. De pronto, el rayo de sol que se concentra en la tacita amarillenta y la hace brillar con un resplandor maravilloso; el resplandor divino que tiene la caridad.
Azorín, Pueblo