Un rincón de la Casa de las Palabras

Un rincón de la Casa de las Palabras





29 nov 2011

(El aprendiz de carnicero)



Hoy falleció Tito.

Leí en los diarios un par de tributos, unos cuantos reportajes y punto, eso fue todo para este gran fabulador guatemalteco que ni siquiera fue guatemalteco.

Augusto Monterroso nació en Honduras y murió en México. Pero en Guatemala, a los dieciséis años, se enamoró profundamente de la literatura mientras trabajaba, según él mismo cuenta, en una carnicería. Su jefe, Alfonso Sáenz, entre córteme un puyazo y rebáneme un lomito, le obsequiaba libros, obligándolo a leer las obras de Shakespeare, Lord Chesterfield y Victor Hugo. Con su gabacha cubierta de sangre, este amable señor fue su Virgilio, sin saberlo, sin querer serlo, embarcando a un joven medio chaparrito en ese largo viaje que lo llevaría más allá del centro de la fábula.

Su primera frase literaria es toda una leyenda. Ocurrió algunos años más tarde, durante un día lluvioso de septiembre, 1944. Un carnicero aprendiz de veintidós años, autodidacta, con ciertas ideas revolucionarias, recorría con frenesí las calles de la capital guatemalteca. Después de haber firmado el “Manifiesto de los 311” (exigiendo la renuncia del dictador presidencial Jorge Ubico) y de fundar con algunos amigos el periódico político El espectador, la policía local lo andaba persiguiendo por toda la ciudad. Afortunadamente, ese joven cargaba con él una brocha y un bote de pintura blanca, y antes de asomarse a las puertas de la embajada mexicana (en donde recibiría asilo político del mismo embajador), logró escribir -ya con algunos de los elementos que años después caracterizarían su estilo narrativo- su primera frase literaria sobre un muro decrépito de la capital: “No me ubico”.

Tito y el carnicero jamás se volvieron a ver.
Eduardo Halfon, El ángel literario

21 nov 2011

Toros en los villorrios


Vais en el tren. Al salir de una determinada estación, zas, se zampa en el departemento un tropel de jovenzuelos y hasta de hombres muchachos. En aquel instante acabaron de burlar la muerte tomando el rápido en marcha, y ahora se disponen a sortear el presidio, pues montaron sin billete. Aquí y allá, como enormes gatos de trapo, se meten debajo de los asientos buscando los bancos que están ocupados. Los viajeros no se molestan, y si son mujeres, menos. ¿Molestarse? De lo que se molestarían y hasta os pondrían “como hoja de perejil” es si los descubrís o denunciáis al revisor. Cuando éste cumple su misión y se va sin “aluspiarlos”, ellos y los cómplices se echan a zapatetas y se dan de enviones riendo del “pobre” funcionario que no “los ha olido”. ¿A dónde van los tales? A la capea de tal pueblo. Y el ir a la capea les justifica y ante todos legaliza el robar a la Compañía, el poner en peligro su vida y el traer bochorno al país a que todos, los sandios y los ocultadores, pertenecen. No para ahí el asunto. Al descender en el pueblo de la capea y caer de los estribos como nubes de langosta, el revisor presencia, cruzado de brazos, en suprema desesperación, que los mismos que le burlaron se despiden de él haciéndole cortes de mangas y diciéndole obscenidades bestiales. Diréis que eso pasa “en tercera”. Entre gentes que viajan en tercera clase, cierto; pero las naciones se componen en su parte mayor de “ gentes que viajan en tercera”... ¿Es todo esto un “mal menor”?

Pedid a estos pueblos en nombre de la salud pública un sobreesfuerzo, agitar en nombre de la libertad o cualquier otro ideal público su sangre, y... “ya va”, como ellos dicen. En esos festejos se caen tablados que ocasionan muchas víctimas, salen toros acostumbrados a estas bregas, “chaqueteados”, a los que es imposible burlar; su prohibición por las autoridades es reída, befada y violada; yo he ayudado a un médico a curar una herida hecha en la mano a cierto maletilla con agujón de sombrero     cierta dama, al poner el chico en su huída del toro la mano en las varas de la escalera del carro, le pincho para que descendiese, como ocurrió, con inmenso peligro  ; un pueblo en los momentos anterior y posterior a la capea es algo peor que un manicomio suelto... Sin duda éstos son “males menores”... Hay que divertirse una vez cosechado el grano. Tragedia y risa. Lo grotesco mordiéndole el talón a lo dramático. El peligro mayor de esas capeas, con ser en ellas todo un pandemónium, es la borrachera. La mayor parte de los que ese día se emborrachan lo hacen “por salir al toro”... Y cuando, borrachos, salen al toro, la gente ¡ríe!... Este guiñol monstruoso, donde los que ríen de “los palos de veras” son tíos de pelo en pecho y mujeres hartas de dar a luz, ¿es un “mal menor”?...

En Benalcázar hubo en cierta capea cuatro muertos    estos datos no son tomados al oído, sino ¡vistos!  ; los guardias civiles (más heróicos de lo que las gentes creen en estas y otras contiendas) hieren al toro; están sonando aún los tiros en aquel ambiente de horror, cuando sale hacia el toro un hombre que lleva en la mano ¡un quinqué!... El toro, en su agonía, parte como un rayo y le mata. El hombre aquel estaba borracho, y el vino de su estómago y la sangre de su cuerpo se vaciaron y mezclaron allí... El horror de aquella tarde... es el horror de todas. De los borrachos de las capeas han salido las charlotadas taurinas.

He visto en Costa Rica unos marrajos, caricatura de la mala sangre colmenareña de los moruchos nuestros, a los que llaman “maizoles”, y que con un furor espantable que resulta humo, luden, corren, muerden, embisten, cornean de rarísimas maneras, y subidos sobre el que cae de risa o torpeza, lo patean como si estuvieran amaestrados. Ante ellos pensaba yo en estas capeas españolas, sobre todo en las indiscutiblemente bárbaras, que son, ¡oh, tristísima paradoja!, las que se celebran en los pueblos cercanos a Madrid. ¿Qué le pasa a Madrid, que sus irradiaciones sobre las cercanías son tales? Pocas leguas, con dos bastan, fuera del radio de la capital, y... os creéis en sitios lejanísimos. La estepa hace al ser cerril cimarrón; las altas mesetas producen esto y lo otro... Bien. Lo necesario es no juzgar las capeas como “mal menor” u “ocasional” mal de ferias, de vino, de restos remotísimos de paganas saturnales en honor de Ceres... y proceder en firme.

Eugenio Noel, España fibra a fibra


12 nov 2011

Mazda 6


Manuel Vilas salió una mañana de su casa.
Le esperaban en un instituto de la ciudad de Zaragoza.
Iba a una charla
con alumnos, que habían leído sus poemas.
Un instituto en las afueras de la ciudad, como siempre.

Pasó con su coche por la Avenida de Madrid, que resplandecía
con tiendas llenas de rebajas: zapatos, bolsos, ropa,
grandes carteles en rojo con precios “imposibles”
-era el mes de marzo, principios, y ya hacía calor-.
Como era pronto, se tomó un café en un bar con gente
que estaba desayunando cruasanes, bollos, pequeños bocadillos,
tostadas, mermelada, mantequilla.
Y Manuel Vilas no pagó el café
por culpa de la celestial indolencia,
por no hacer el esfuerzo
de llamar a la camarera,
el esfuerzo de sacar el billetero,
de buscar una moneda.
Y dio igual que se fuera sin pagar
y eso le puso de un excelente humor
que duró treinta segundos, los treinta segundos
de gloria del hurto, de gloria de los ladrones perdidos
en los barrios lejanos, en corazon lentos.
Entró en el aula y saludó a los chicos que habían leído sus poemas.
Eran chicos de diecisiete años,
chicos y chicas, guapos, nuevos, llenos de dulzura grande.
Los chicos le miraban con curiosidad violenta, y Manuel Vilas
recordó que estaba perfectamente aseado.
Habló, y no sabía muy bien qué decir.
Mientras hablaba miraba por un ventanal
que dejaba ver casas de pisos de los años sesenta,
con flores y ruedas de bicis en balcones pequeños,
casas de los emigrantes ahora, y se dio cuenta una vez más
de cuánto había cambiado España aparentemente,
la fiesta de España, la gran fiesta del calor y del verano,
una fiesta para pocos,
como siempre.

Una chica le preguntó que por qué había tanto sexo en sus poemas.

Un chico le preguntó que quién era el protagonista de sus poemas.

Otra chica le preguntó que por qué hablaba de Nueva York en sus poemas.

Otro chico le preguntó que por qué se hablaba de dinero en sus poemas.

Manuel Vilas miraba esos chicos con una fascinación digna
de la primera milésima de segundo después de la creación de la tierra,
después de la creación de los volcanes,
de la creación del cielo y del viento.
Son mis chicos, pensó, de ellos es el mundo, la sangre, los océanos,
la luna, las arenas de todas las playas, los barcos, los árboles secretos,
las discotecas y los cuartos oscuros, las camas y las flores del mal.

Veía viento en la cabeza de los chicos que le preguntaban tantas cosas.

Ahora Manuel Vilas estaba pensando en su coche,
un Mazda 6 rojo, nuevo, metalizado,
ciento cincuenta caballos a su entera disposición.
Pensaba en que lo había aparcado debajo de un árbol,
pensaba, sí, claro, en lo bien que estaría el Mazda 6
debajo de un árbol,
y como estaba hablando de literatura
recordó a Virgilio e imaginó a Virgilio
bajo un olivo romano hace dos mil años,
dichoso de estar vivo.

Como los chicos ya se cansaron de preguntar,
y habían estado hablando
del paso del tiempo y de las ciudades,
Manuel Vilas les preguntó a ellos,
decidme cómo será el mundo
dentro de cien años, en el 2017.
O cómo debió de ser el mundo en 1907.
Les dijo a sus chicos que tenían que estar contentos de estar vivos.
Repitió el verbo estar, sí.
Que el hecho de estar vivos era grande,
nada había tan grande como eso.

Manuel Vilas subió a su Mazda 6 y palpó las crines
de los ciento cincuenta caballos a su entera disposición,
dispuestos a arrojarse contra los muros del cielo si él quería.

Recordaba, puesto el pie en el acelerador, a los chicos.
Veía viento en la cabeza de los chicos
que le habían preguntado tantas cosas.
Manuel Vilas

6 nov 2011

Plaça de Catalunya 2

Amar es restregarse contra un cuerpo
sorbiendo secreciones y microbios.
Sentirlo cual babosa por un rato.

Comer es engullir descuartizados
cadáveres, a trozos, triturándolos
entre saliva y huesos. Y tragándolos.

Dormir es no existir conscientemente.
Tal vez lo único bueno sin no fuera
que a veces algún sueño lo importuna.

Amar, comer, dormir. Unas palabras
que suenan como fiesta a los sentidos
y encubren suciedad, crueldad y angustia.

Y esto es lo mejor. E imprescindible.
Es innoble vivir. Pero en mi mano
está no ser un cómplice más tiempo.

José María Fonollosa