Manuel Vilas salió una mañana de su casa.
Le esperaban en un instituto de la ciudad de Zaragoza.
Iba a una charla
con alumnos, que habían leído sus poemas.
Un instituto en las afueras de la ciudad, como siempre.
Pasó con su coche por la Avenida de Madrid, que resplandecía
con tiendas llenas de rebajas: zapatos, bolsos, ropa,
grandes carteles en rojo con precios “imposibles”
-era el mes de marzo, principios, y ya hacía calor-.
Como era pronto, se tomó un café en un bar con gente
que estaba desayunando cruasanes, bollos, pequeños bocadillos,
tostadas, mermelada, mantequilla.
Y Manuel Vilas no pagó el café
por culpa de la celestial indolencia,
por no hacer el esfuerzo
de llamar a la camarera,
el esfuerzo de sacar el billetero,
de buscar una moneda.
Y dio igual que se fuera sin pagar
y eso le puso de un excelente humor
que duró treinta segundos, los treinta segundos
de gloria del hurto, de gloria de los ladrones perdidos
en los barrios lejanos, en corazon lentos.
Entró en el aula y saludó a los chicos que habían leído sus poemas.
Eran chicos de diecisiete años,
chicos y chicas, guapos, nuevos, llenos de dulzura grande.
Los chicos le miraban con curiosidad violenta, y Manuel Vilas
recordó que estaba perfectamente aseado.
Habló, y no sabía muy bien qué decir.
Mientras hablaba miraba por un ventanal
que dejaba ver casas de pisos de los años sesenta,
con flores y ruedas de bicis en balcones pequeños,
casas de los emigrantes ahora, y se dio cuenta una vez más
de cuánto había cambiado España aparentemente,
la fiesta de España, la gran fiesta del calor y del verano,
una fiesta para pocos,
como siempre.
Una chica le preguntó que por qué había tanto sexo en sus poemas.
Un chico le preguntó que quién era el protagonista de sus poemas.
Otra chica le preguntó que por qué hablaba de Nueva York en sus poemas.
Otro chico le preguntó que por qué se hablaba de dinero en sus poemas.
Manuel Vilas miraba esos chicos con una fascinación digna
de la primera milésima de segundo después de la creación de la tierra,
después de la creación de los volcanes,
de la creación del cielo y del viento.
Son mis chicos, pensó, de ellos es el mundo, la sangre, los océanos,
la luna, las arenas de todas las playas, los barcos, los árboles secretos,
las discotecas y los cuartos oscuros, las camas y las flores del mal.
Veía viento en la cabeza de los chicos que le preguntaban tantas cosas.
Ahora Manuel Vilas estaba pensando en su coche,
un Mazda 6 rojo, nuevo, metalizado,
ciento cincuenta caballos a su entera disposición.
Pensaba en que lo había aparcado debajo de un árbol,
pensaba, sí, claro, en lo bien que estaría el Mazda 6
debajo de un árbol,
y como estaba hablando de literatura
recordó a Virgilio e imaginó a Virgilio
bajo un olivo romano hace dos mil años,
dichoso de estar vivo.
Como los chicos ya se cansaron de preguntar,
y habían estado hablando
del paso del tiempo y de las ciudades,
Manuel Vilas les preguntó a ellos,
decidme cómo será el mundo
dentro de cien años, en el 2017.
O cómo debió de ser el mundo en 1907.
Les dijo a sus chicos que tenían que estar contentos de estar vivos.
Repitió el verbo estar, sí.
Que el hecho de estar vivos era grande,
nada había tan grande como eso.
Manuel Vilas subió a su Mazda 6 y palpó las crines
de los ciento cincuenta caballos a su entera disposición,
dispuestos a arrojarse contra los muros del cielo si él quería.
Recordaba, puesto el pie en el acelerador, a los chicos.
Veía viento en la cabeza de los chicos
que le habían preguntado tantas cosas.
Manuel Vilas