Un rincón de la Casa de las Palabras

Un rincón de la Casa de las Palabras





28 abr 2011

El niño al que se le murió el amigo

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió.
-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.
                               Ana María Matute, Los niños tontos; Ed. Destino, 1962

24 abr 2011

La razón y otras dudas

“Hoy, los centros educativos se dedican a la fabricación de esclavos cada vez más perfectos, más diestros y provechosos en su función. Y las empresas de noticias, que usan todas las técnicas del envilecimiento y están orientadas contra la inteligencia, trabajan sobre todo para la insensibilidad de esos esclavos. Los hombres actuales, alienados no ya por el trabajo sino por la distracción, carecen de más de un tercio de sus jornadas para sí mismos, que es, según uno de nuestros fundadores, la condición mínima para considerarse libre. Aunque esto no es lo peor. Peor todavía es que, en caso de que dispusieran de más horas para sí mismos, no harían con ellas nada peligroso para sus amos. Al contrario, se dedicarían a adorar a sus amos.”

“Denominar ciencia social a la economía, a la sociología, a la política, a la historia, etcétera, es otra de las grandes majaderías del momento. Y ya veremos algún día como detrás de las majaderías generales hay siempre intereses particulares.
La ciencia ha sido, como lo fue la teología en la Edad Media, el ideal metodológico del siglo XX. Y nuestra confianza ciega en ella nos ha llevado a aplicar métodos científicos a disciplinas en donde no tenía maldita cosa que hacer.
Quienes han querido fabricar una ciencia del lenguaje, de la historia, de la economía, etcétera, se han visto obligados a vaciarlas de significado, a prescindir precisamente de lo esencial de ellas: del hombre, que con sus caprichos y divagaciones, con sus pasiones y motivaciones, las crea y se proyecta en ellas.
En lo cotidiano, esto ha tenido  su reflejo en sillas que apenas sirven para sentarse, en ridículos aparatos dificultosos, en cosas y edificios inhabitables.
No, no existen ciencias sociales, por mucho que se empeñen la universidad y sus charlatanes diplomados. Los estudios que colocamos bajo ese rótulo pretencioso tratan de asuntos donde lo incalculable y lo impredecible campan a sus anchas. Lo propio de la ciencia consiste en descubrir, enunciar e ir perfilando leyes precisas y comprobables en cualquier caso. Sin embargo, las llamadas ciencias sociales se basan únicamente en ciertas regularidades... estadísticas... más o menos sazonadas y aliñadas, para darnos gato por liebre. Y aunque imaginamos que un buen chef de cocina puede llegar a ser capaz de acercar el sabor y textura de un minino al de una hermosa liebre de campo, no es lo mismo, señores, no es lo mismo.”

José Mateos, La razón y otras dudas

23 abr 2011

Sabiduría popular

  Señor   replicó Sancho  , si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este gobierno, desde aquí le suelto; que más quiero un solo negro de la uña de mi alma, que a todo mi cuerpo; y así me sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y capones; y más, que mientras se duerme, todos son iguales, los grandes y los menores, los pobres y los ricos; y si vuestra merced mira en ello, verá que sólo vuestra merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de gobiernos de ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al infierno.
  Por Dios, Sancho   dijo don Quijote  , que por solas estas últimas razones que has dicho juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios, y procura no errar en la primera intención; quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los buenos deseos. Y vámonos a comer; que creo que ya estos señores nos aguardan.

Miguel de Cervantes, Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, capítulo XLIII, "De los consejos segundos que dio don Quijote a Sancho Panza"

11 abr 2011

Los gozos y las sombras

Jean Harlow estaba casada y se llevaba mal con su marido. Quería divorciarse. ¡La muy pécora! Era de esas que piensan que lo acabado, acabado, y ahí queda eso, como si no hubiera moral; y, luego, vuelta a empezar. Se puso inmediatamente de parte del marido, y le duró la parcialidad unos minutos: hasta que Jean Harlow entró en un salón de té muy recatado y se sentó junto a un hombre guapo y viril, que la trataba con respeto y amor. Doña Lucía, contra su voluntad, comenzó a explicarse que a Jean Harlow le apeteciese cambiar de hombre. No estaba bien, pero había sus razones... El sujeto era guapo, tenía un mirar romántico, y trataba a Jean Harlow con ternura. Doña Lucía se conmovió. «¡Ternura! ¡Eso lo desconocen los hombres españoles! ¡No piensan más que en la carne, y una agradece el cariño mucho más que el placer!» La pareja salió del salón de té y entró en un automóvil. Era de noche, y las calles de Nueva York rutilaban. Sobrevino un atasco, el coche se detuvo y, ¡zas!, el hombre cogió a Jean Harlow por la cintura y la besó en la boca. ¡Dios mío con qué delicadeza! Jean Harlow estaba desprevenida; doña Lucía, también. El beso le sacudió los nervios hasta la punta de los pies y, de repente, se sintió invadida y arrebatada, sintió como si el cuerpo de Jean Harlow, todavía abrazada, todavía estremecida, se saliese de la pantalla y envolviese el suyo, lo asumiese y lo llevase consigo, incorporado al beso, al abrazo y a la ternura del galán. A partir de este momento, doña Lucía vivió dentro del cuerpo de Jean Harlow y, poco a poco, fue sintiéndolo suyo, gozosamente ensanchada, como si el cuerpo nuevo fuese un molde que hubiese de llenar, hasta que las caderas, los pechos, los brazos y las piernas coincidiesen, hasta que los dos cuerpos, rotas las exclusas misteriosas de su ser, fuesen regados por la misma sangre y los animase la misma salud. Se recogió en sí misma y asistió a su propia transformación, a su propio arrebato. No estaba allí, convoyada por su marido y por el amigo de su marido, sino hecha luz en la pantalla. Sus ojos abiertos sorbían las imágenes que, en su interior, se trasmudaban en vida propia y la hacían reír, llorar, gemir o desvanecerse de dicha. Se olvidó de sí misma.

(Gonzalo Torrente Ballester. Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire)

3 abr 2011

Felices las ciudades que conservan
indemnes sus iglesias, y felices
las que, después del siglo, las consagran.
Ninguno dijo en ellas: “Dios no existe
y, si existe, no cuida de nosotros;
mirad, si no, la muerte de los niños,
que le culpa o le niega, y la injusticia
y la tristeza avasallando el mundo”.
Felices porque su esperanza vive
y les hizo decir humildemente:
“La culpa del dolor es sólo nuestro".

Julio Martínez Mesanza