Un rincón de la Casa de las Palabras

Un rincón de la Casa de las Palabras





27 dic 2013

Estos versos

Estos versos, lector mío,
que a tu deleite consagro,
y sólo tienen de buenos
conocer yo que son malos,
ni disputártelos quiero,
ni quiero recomendarlos,
porque eso fuera querer
hacer de ellos mucho caso.

No agradecido te busco:
pues no debes, bien mirado,
estimar lo que yo nunca
juzgué que fuera a tus manos.
En tu libertad te pongo,
si quisieres censurarlos;
pues de que, al cabo, te estás
en ella, estoy muy al cabo.

No hay cosa más libre que
el entendimiento humano;
pues lo que Dios no violenta,
¿por qué yo he de violentarlo?

Di cuanto quisieres de ellos,
que, cuanto más inhumano
me los mordieres, entonces
me quedas más obligado,
pues le debes a mi musa
el más sazonado plato
(que es el murmurar), según
un adagio cortesano.

Y siempre te sirvo, pues,
o te agrado, o no te agrado:
si te agrado, te diviertes;
murmuras, si no te cuadro.

Bien pudiera yo decirte
por disculpa, que no ha dado
lugar para corregirlos
la priesa de los traslados;
que van de diversas letras,
y que algunos, de muchachos,
matan de suerte el sentido
que es cadáver el vocablo;

y que, cuando los he hecho,
ha sido en el corto espacio
que ferian al ocio las
precisiones de mi estado;
que tengo poca salud
y continuos embarazos,
tales, que aun diciendo esto,
llevo la pluma trotando.

Pero todo eso no sirve,
pues pensarás que me jacto
 
de que quizá fueran buenos
a haberlos hecho despacio;
y no quiero que tal creas,
sino sólo que es el darlos
a la luz, tan sólo por
obedecer un mandato.

Esto es, si gustas creerlo,
que sobre eso no me mato,
pues al cabo harás lo que
se te pusiere en los cascos.
Y adiós, que esto no es más de
darte la muestra del paño:
si no te agrada la pieza,
no desenvuelvas el fardo.

Sor Juana Inés de la Cruz

15 dic 2013

Coplas españolas de cantar y bailar

Yo he visto a un hombre vivir
con más de cien puñaladas
y luego lo vi morir
por una sola mirada.

En lo profundo del mar
suspiraba una ballena
y en los supiros decía:
"Quien tiene amor, tiene pena."

Quiero cantar ahora
que tengo ganas,
por si acaso me toca
llorar mañana.

27 nov 2013

Carta de un náufrago

Con el consentimiento de la nieve
caminaré despacio.


Alguien habrá que espere junto al fuego
y yo, que estaré ciega por el frío,
haré paradas breves,
sacudiré el paraguas y empezaré de nuevo.

El único secreto es no sentirse
inmensamente lleno de verdades.
No aceptar nunca las invitaciones
que la neblina
sugiere al anidar con sus disfraces
de paisaje feliz, de grandes sueños.

Alguien habrá que diga, se ha perdido,
alguien saldrá a buscarme,
y llevará el calor de una botella
donde podré mandarte este mensaje.

Ana Merino
 

1 nov 2013

Vendrá de noche

Vendrá de noche cuando todo duerma,
vendrá de noche cuando el alma enferma
           se emboce en vida,
vendrá de noche con su paso quedo,
vendrá de noche y posará su dedo
           sobre la herida.
Vendrá de noche y su fugaz vislumbre
volverá lumbre la fatal quejumbre;
           vendrá de noche
con su rosario, soltará las perlas
del negro sol que da ceguera verlas,
           ¡todo un derroche!
Vendrá de noche, noche nuestra madre,
cuando a lo lejos el recuerdo ladre
           perdido agüero;
vendrá de noche; apagará su paso
mortal ladrido y dejará al ocaso
           largo agujero...
¿Vendrá una noche recojida y vasta?
¿Vendrá una noche maternal y casta
           de luna llena?
Vendrá viniendo con venir eterno;
vendrá una noche del postrer invierno...
           noche serena...
Vendrá como se fue, como se ha ido
   suena a lo lejos el fatal ladrido   ,
           vendrá a la cita;
será de noche mas que sea aurora,
vendrá a su hora, cuando el aire llora,
           llora y medita...
Vendrá de noche, en una noche clara,
noche de luna que al dolor ampara,
           noche desnuda,
vendrá... venir es porvenir... pasado
que pasa y queda y que se queda al lado
           y nunca muda....
Vendrá de noche, cuando el tiempo aguarda,
cuando la tarde en las tinieblas tarda
           y espera al día,
vendrá de noche, en una noche pura,
cuando del sol la sangre se depura,
           del mediodía.
Noche ha de hacerse en cuanto venga y llegue,
y el corazón rendido se le entregue,
           noche serena,
de noche ha de venir... ¿él, ella o ello?
De noche ha de sellar su negro sello,
           noche sin pena.
Vendrá la noche, la que da la vida,
y en que la noche al fin el alma olvida,
           traerá la cura;
vendrá la noche que lo cubre todo
y espeja al cielo en el luciente lodo
           que lo depura.
Vendrá de noche, sí, vendrá de noche,
su negro sello servirá de broche
           que cierra el alma;
vendrá de noche sin hacer ruido,
se apagará a lo lejos el ladrido,
           vendrá la calma...
           vendrá la noche...
Miguel de Unamuno

8 oct 2013

Cansancio

Está cansada ya de gritar mi laringe,
interrogando a cada mundo del firmamento;
está cansado ya mi pobre pensamiento
de proponer enigmas a la inmutable Esfinge...

¡A qué pensar, a qué lanzar nuestro reproche
a lo Desconocido!
                                      ¡Comamos y bebamos!
Quizá es preferible que nunca comprendamos
el enorme secreto que palpita en la noche.

Amado Nervo

14 sept 2013

El Chef

Durante tres años vivió debajo del Manhattan Bridge, en una covacha al borde del terraplén sobre el río, y solía pasar buena parte de sus noches mirando por un ventanuco la telaraña de luces del vasto y ruidoso puente tendido sobre el East River, los faros de los automóviles que iban y venían. Cuando estaba decaído o perezoso, se alimentaba con los desperdicios de comida que encontraba en los basureros de los restaurantes de Chinatown y Little Italy, por donde deambulaba por las tardes y al amanecer. Cuando se sentía más emprendedor, atrapaba mirlos o una especie de codorniz que a veces, durante el invierno, venían a refugiarse en los parques de la ciudad. Los mirlos eran fáciles de atrapar, con cebo de miga de pan y cuerda de pescar. También los cazaba con una cerbatana de aluminio, que él mismo fabricó con los restos de una antena de televisión, armada de dardos hechos con agujas hipodérmicas, las que solía cargar con pequeñas dosis de veneno o sedantes obtenidos en los vertederos del Beth Israel o el Bellevue, los grandes hospitales. Las codornices requerían más paciencia e ingenio. Para ellas construía trampas con cajas de plástico, elásticos usados y varillas de madera o de metal. Sea como fuere, si tenía un poco de suerte, volvía a su covacha bajo el puente con sus presas y hacía una pequeña fogata para cocinar.

Le llamaban el Chef porque sabía preparar varias salsas, y era enormemente popular por los pequeños banquetes que celebraba. Entre sus visitantes se encontraban las chicas vagabundas más atractivas, y uno que otro chico, dispuestos a todo por un buen manjar.

Celoso porque su compañera iba a cenar con el Chef muy a menudo, un malhumorado vagabundo a quien llamaban Kentucky Matt, le partió el cráneo al Chef con un madero una mañana mientras dormía. (Dormía cobijado con cartones, porque era pleno invierno, y parece que, para ahogar los ruidos del tránsito del puente, se había acostado con su walkman y escuchaba, cuando fue muerto, una fuga de Bach.)

La chica denunció el crimen, pero Kentucky Matt no fue capturado. Huyó de la ciudad    dicen     como polizón en un vagón de ferrocarril.

Rodrigo Rey Rosa, Ningún lugar sagrado

2 sept 2013

Álzate, corazón


Álzate, corazón, consumido de penas,
levántate, que sopla un viento de esperanza
por el mundo, llevándose con él tus inquietudes
y la costra de angustia que apaga tus latidos.
Álzate, viejo amigo, que el dios de los humildes
ha vuelto de su viaje al país de las sombras
y alumbra con su ojo la prisión en que yaces,
limando los barrotes de tu melancolía.
Luis Alberto de Cuenca

14 jul 2013

(Recapitulando)

   Yo, pues ya me conoces.    Bajo una gorra de payés le observaban unos ojos lacrimosos y amarillos   . Yo no trabajo para esos, coño, no me da la gana. El carota no se rinde, collons.

   No me digas que aún vives del cuento    riendo Lage   . Mira lo que le pasó al marinero: apuró tanto la cosa que no se enteró de que la trapería fue destinada al derribo y dicen que un día encontraron un esqueleto aplastado con el gato y las ratas, quizá llevaba veinte años allí...

Dejó de reír añadiendo oye, puedes creerme, hablo en serio: no es bueno vivir de recuerdos, carota. Palau parpadeó sobándose la pelambre canosa de las mejillas, respirando con dificultad, golpeándose el pechugón asmático lleno de silbidos y resonancias: ¿Marcos Javaloyes?, dijo, éste se unió al otro grupo, en el cincuenta y nueve calculo que sería, y los trincaron a todos. Que no, hombre, replicó Lage, que acabó de mala manera mucho antes, parece que iba por ahí recogiendo colillas con una ninfa, se sentaron un rato en un descampado y volaron por los aires, ni se enteró, el pobre, sería un Laffite de la guerra que quedó sin explotar. Meneó Palau la cabeza, la sonrisa renegrida y llena todavía de dientes en su cara de caballo: hace años, una pila de años, un domingo que mi chico fue a la playa con los amigos vieron a un pobre de pedir metiéndose como una rata en el tunel de Montgat. Por mi parte juraría que un día le vi haciendo de hombre-anuncio en las Ramblas, pero... Se encogió de hombros y añadio: no sé, a veces me gusta creer que aún puede estar escondido en alguna parte, pensando en las musarañas.

   No sería el único, no.

   Ya ves, tanto bregar y para qué.

Hablarían de armas que nunca llegaron y de oscuros desalientos, de aquel desamparo y aquella obstinada soledad del escondido tejiendo laberintos en la memoria, de amigos torturados y baleados hasta los huesos; hablarían de la noble causa que acabaría sepultada bajo un sucio código de atracadores y estafadores, de un hermoso ideal cuyo origen ya casi no podían precisar, de una ilusión que los años corrompieron. Evocarían hombres como torres que se fueron desmoronando, compañeros que no regresarían nunca de su sueño, y que no quedaría de ellos ni el recuerdo, ni una imagen: ni la postura en que cayeron acribillados, quedaría.

Juan Marsé, Si te dicen que caí

24 jun 2013

Soneto XXIII

En tanto que de rosa y de azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:

coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.

Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.

Garcilaso de la Vega

8 jun 2013

El sufrimiento ajeno...

El sufrimiento ajeno le inspiraba demasiado respeto para intentar consolarlo: Bernardo Stocker no se atrevía a ponerse del lado de la víctima y sustraerla al dominio del dolor. Por un poco más se hubiera conducido como esos indígenas de ciertas tribus africanas que cuando alguno de entre ellos cae accidentalmente al agua golpean al infeliz con los remos y alejan la chalupa, impidiendo que se salve. La corriente y los reptiles reconocen la cólera divina: ¿es posible luchar con las potencias invisibles? Su compañero ya está condenado: ¿prestarle ayuda no significa colocarse, con respecto a ellas, en un temerario pie de igualdad? Así, llevado por sus escrúpulos, Bernardo Stocker aprendió a desconfiar de los impulsos generosos. Más tarde había conseguido reprimirlos. Compadecemos al prójimo, pensaba, en la medida en que somos capaces de auxiliarlo. Su dolor nos halaga con la conciencia de nuestro poder, por un instante nos equipara a los dioses. Pero el dolor verdadero no admite consuelo. Como este dolor nos humilla, optamos por ignorarlo. Rechazamos el estímulo que originaría en nosotros un proceso análogo, aunque en sentido inverso, y el orgullo, que antes alineaba nuestras facultades del lado del corazón y nos inducía fácilmente a la ternura, ahora se vuelve hacia la inteligencia para buscar argumentos con que sofocar los arranques del corazón. Nos cerramos a la única tristeza que al herir nuestro amor propio lograría realmente entristecernos.

José Bianco, Sombras suele vestir

28 may 2013

Estadística

De todas las maneras que el amor
es capaz de inventar para matarse,
son las más compasivas las que muchos
consideran más crueles: la traición,
la mentira, cualquier suicidio rápido
que certifique el fin con mucha sangre
y permita lavarla con el llanto.
Pero el amor es cruel consigo mismo,
o es acaso muy torpe, porque suele
elegir una muerte sin nobleza
que se da con un arma lenta y triste:
ese gas repulsivo y venenoso
que acaba generando los bostezos.
Vicente Gallego

1 may 2013

Los numeritos y la gente

¿Dónde se cobra el ingreso per Cápita? A más de un muerto de hambre le gustaría saberlo.

En nuestras tierras, los numeritos tienen mejor suerte que las personas. ¿A cuántos les va bien cuando a la economía va bien? ¿A cuántos desarrolla el desarrollo?

En Cuba, la revolución triunfó en el año más próspero de la historia económica de la isla.

En América Central, las estadísticas sonreían y reían mientras más jodida y desesperada estaba la gente. En las décadas del 50, del 60 y del 70, años tormentosos, tiempos turbulentos, América Central lucía los índices de crecimiento económico más altos del mundo y el mayor desarrollo regional de la historia humana.

En Colombia, los ríos de sangre se cruzan con los ríos de oro. Esplendores de la economía, años de plata fácil: en plena euroria, el país produce cocaína, café y crímentes en cantidades locas.

Eduardo Galeano

17 abr 2013

(Organización desorganizada)

         Pues si usted me da la clave de esa organización desorganizada y libre    dijo la Condesa irónicamente   , le declararé la primera inteligencia del mundo.
         No soy la primera inteligencia del mundo; pero Dios quiere que en esta ocasión pueda yo manifestar verdades que avasallen y cautiven su gran entendimiento, permitiéndole realizar los fines que se propone. No ha comprendido usted el concepto de libertad que me permití expresarle. Harto sabemos que toda libertad trae aparejada una esclavitud. Ahora es usted esclava de la sociedad. Emancipándose de ésta, cambiará la forma de su libertad y también la de su cadena...
         Señor Nazarín    dijo Halma, levantándose por segunda vez, o usted se burla de mí, o...
         Déjeme seguir. Tenga paciencia. Hágame el favor de sentarse y de oírme lo que aún me resta por decirle. Después, usted sigue mi consejo o lo desecha, según su albedrío. ¿En qué estaba usted pensando al constituir en Pedralba un organismo semejante a los organismos sociales que vemos por ahí desvencijados, máquinas gastadas y viejas que no funcionan bien? ¿A qué conduce eso de que su ínsula sea no la tal ínsula de usted, sino una provincia de la ínsula total? Desde el momento en que la señora se pone de acuerdo con las autoridades civil y eclesiástica para la admisión de estos o los otros desvalidos, da derecho a las autoridades para que intervengan, vigilen y pretendan gobernar aquí como en todas partes. En cuanto usted se mueva, viene la Iglesia y dice: "¡Alto!", y viene el intruso Estado y dice: "¡Alto!". Una y otro quieren inspeccionar. La tutela le quitará a usted toda iniciativa. ¡Cuánto más sencillo y más práctico, señora de mi alma, es que no funde cosa alguna, que prescinda de toda constitución y reglamentos!

Benito Pérez Galdós, Halma

27 mar 2013

Variaciones sobre un 10% de descuento

                    II
Si Vd. no hace regalos le asesinarán
vea las películas de Losey y convénzase
o regala o muere
y no recurra a la pitillera de oro
o a la mortaja de organdí
oh no,
tampoco recurra a los incómodos plazos
regale o muera
le pagarán con sonrisas y aplazarán su muerte
los relojes del drugstore alargarán su vida
podrá Vd. regalar
el vientre de Johnson o el vuelo de supermán
collares rescatados de naufragios
muñecos ambiguos como la moralidad
calcetines de Lolita y bolsos de reencuentro
todos dirán que Vd. ha pactado
ha pactado con el diablo de las caravanas

las caravanas vienen a beber al drugstore
y los noctámbulos han raptado a la cover-girl
Vd. comprará en el drugstore
donde es posible helar planetas y silencio
nunca se interrumpe pese al estrépito
del largo pasillo por donde circula Aladino
compre, regale, sobreviva
y además le harán un 10% de descuento.


                    III
No dé la cara al peligro
huya antes de que llegue
escápese
no caiga en el túnel del tiempo
no mendigue sonrisas de su mejor enemigo
escápese
escápese y compre
no compre en incómodos plazos
compre objetos que sonrían
un cartel, una muñeca, un reloj
un bolso, un pañuelo
un collar, un libro, un disco
un vestido, unos calcetines
                                                   y no pregunte
el nombre de todos los productos
ni su número
                         es infinito
y ambiguo como su procedencia

no pregunte por su procedencia
es un secreto de mundos prohibidos
James Bond no permite revelarlo
y Vd. está en peligro
huya antes de que sea demasiado tarde
tampoco se fíe de su peor amigo
escápese y compre en el drugstore

le haremos, por éstas, un 10% de descuento.

Manuel Vázquez Montalbán

9 mar 2013

Morirse un poco

Me preguntó qué significaba para mí escribir, y yo tomé un trago de cerveza y luego me metí el cigarro a la boca y aspiré profundo y, soltando todo el humo con mis palabras, le contesté que escribir es morirse un poco.

   Eso, más o menos.

Desde su banquito de madera, mi amiga seguía tomando fotos de las personas que entraban y salían del cementerio público, de los coloridos nichos, del señor que vendía tiras de mango verde y del señor que vendía naranja agria con sal y pepitoria y del señor que vendía lápidas.

   Ya    dijo ella sin ningún interés.

No recuerdo el nombre de la cantina. Tal vez no tenía nombre. El aire apestaba a perro mojado.

   ¿Otra cerveza?

   Como quieras    susurró ella detrás de su largo lente.

Poniéndome de pie, machaqué mi cigarro en un cenicero plateado. Entré al local. Me acerqué a la barra y, algo recio, debido al barullo futbolístico que hacía una pequeña televisión, le pedí a un muchacho dos cervezas más. Volví a salir y de inmediato me sorprendió descubrir a mi amiga hablando con un anciano de pelo blanco y piel tan pálida que parecía rosada. Llevaba puesto un traje negro, empolvado, varias tallas muy grande.

   Este señor quiere que le tome una foto    me dijo mi amiga.

Saludé al anciano. Pero él, aún de pie y con los brazos cruzados, me ignoró. Sólo observaba a mi amiga.

   ¿Qué dice, jovencita, me toma usted una foto?

   Con mucho gusto.

   Es que nunca me han tomado una foto, fíjese.

   Claro.

   Y entonces quiero que usted me tome una. Si es tan amable.

Salió el muchacho y nos dejó las botellas sobre la mesa de plástico.

   Pues yo encantada    le dijo mi amiga al anciano, ya enfocándolo a través de su lente   . Y si usted quiere, me anota su dirección en un papelito y al rato le puedo mandar una copia.

   Ay eso no    dijo muy serio.

Mi amiga bajó la cámara.

   ¿Cómo así? ¿No quiere que le mande la foto?

   No, jovencita    musitó, sacudiendo la cabeza.

   ¿Está seguro?

El anciano seguía sacudiendo la cabeza.

   No quiero ni verla    dijo con énfasis.

   Y entonces ¿para qué quiere que le tome una foto?

Hubo un silencio y yo aproveché ese silencio para beber un sorbo helado de cerveza y encender otro cigarro.

   Pues usted, jovencita, hoy sólo me toma una foto y luego la cuelga en alguna pared de su casa.

El anciano estaba rascándose el pelo blanco con sus uñas largas y filudas.

   Así después    dijo desolado, su mirada opaca hacia el cielo   , la gente sabrá que yo existí.

Eduardo Halfon

25 feb 2013

La Banda del Ciempiés

La Banda del Ciempiés causaba estragos casi a diario. Una tarde, justo a la hora en que en una zona poblada de grandes tiendas se producía la salida de las empleadas, en un periquete se formó el espantoso muñeco que en rápidas ondulaciones, durante dos cuadras, se movía buscando víctimas; éstas eran por lo general las empleadas más jóvenes, que se veían aferradas por manos nerviosas que tironeaban de sus ropas y las arrancaban, dejándolas completamente en cueros en cuestión de segundos; los chillidos de las mujeres ensordecían los oídos en varias cuadras a la redonda y se imponían incluso al ruido de las matracas del Ciempiés. Entre los integrantes de la crapulosa banda había dos o tres que se dedicaban a sacar fotografías de las empleadas que habían sido despojadas de sus ropas; el flash de las cámaras relampagueaba continuamente, y luego esas fotos fueron enviadas a la prensa, la que, doloroso es decirlo, no se contuvo por razones humanas o morales y les dio amplia publicidad, para mayor escarnio de las humilladas mujeres. Como siempre, de pronto el muñeco se deshizo en una esquina; toda la operación no había llevado más de cinco minutos, pero tan intensos para quienes los sufrieron que parecieron cinco horas. Otro día, aunque no se pudo demostrar que el hecho tuviera directa relación con la Banda del Ciempiés, si bien casi todo el mundo estuvo de acuerdo en presumir su inspiración, a las cinco de la tarde, hora de gran circulación de tránsito en la ciudad, fueron robados simultáneamente de todos los cuartelillos de bomberos y de distintos hospitales una serie de vehículos, del tipo carro de bomberos y ambulancia, y todos confluyeron puntualmente en una de las más grandes y transitadas avenidas, haciendo sonar sus sirenas con los tonos más agudos y desesperados y desplazándose sin control a toda velocidad, atropellando todo lo que se pusiera en su camino, así se tratara de coches, ómnibus o inofensivos peatones; todo era aplastado, chocado, arrastrado, arrasado, en medio del ulular de las sirenas de esa infinidad de vehículos y del humo de los incendios de los coches y del griterío de todo el mundo. A lo largo de cuadras y cuadras fue quedando el tendal, tanto en las avenidas como en las aceras que la flanqueaban, pues los vehículos no se privaban de subir a las veredas cuando lo creían conveniente; así fueron aplastados cochecitos de bebé, ancianas con bolsas o carritos para compras, hombres con portafolios o lo que fuera. Los propios patrulleros policiales que concurrían a tratar de imponer el orden eran despiadadamente embestidos; no se veía ninguna forma de detener tan gigantesco y violento atentado. A alguien se le ocurrió informar al ejército y pedir la presencia de tanques y aviones, pero cuando este pedido de auxilio llegó a los oídos debidos, ya todo había cesado, los vehículos robados habían sido abandonados y sus conductores se habían dado a la fuga en otros coches que los esperaban en lugares sin duda previamente convenidos. Llevó varios días restablecer el orden en la avenida, limpiádola de cadáveres y de restos de vehículos destrozados, y mientras tanto la Banda del Ciempiés continuaba armando y desarmando su burdo muñeco en distintos puntos de la ciudad, impunemente.

Mario Levrero, La Banda del Ciempiés

1 feb 2013

Médium

Soy un hombre tranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.

Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin ensueño; al menos, cuando me despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo de soñar; no comprendo por qué se me figura que debo de soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco.

La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.

Pero mi cerebro no piensa, y, sin embargo, está en tensión; podría pensar, pero no piensa... ¡Ah! ¿Os sonreís, dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:

Es hermosa la infancia, ¿verdad? Para mí, el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson; su padre era inglés, y su madre, española.

Le conocí en el instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico; muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.

A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo, díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos.

La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia. La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.

Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un terrado ancho, con losas, que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.

Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba.

Bajamos del terrado y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.

La madre con su voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara...

   Hay que estudiar    dijo, a modo de conclusión, la madre.

Salimos del cuarto, me marché a casa y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.

Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas; y me miraron y sentí frío al verlas.

Cuando concluimos el curso ya no veía a Román: estaba tranquilo: pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui, y le encontré en la cama, llorando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...

Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.

   ¿Qué tienes?    le pregunté.

Y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo.
Luego, en voz baja, murmuró:

   Ha sido mi hermana.

   ¡Ah! Ella...

   No sabes la fuerza que tiene; rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo.

Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.

Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta..., llamaban..., abríamos..., nadie. Dejábamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida...; llamaban..., nadie.

Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó..., y los dos nos miramos estremecidos de terror.

   Es mi hermana, mi hermana    dijo Román.

Y, convencidos de esto, buscamos los dos amuletos por todas partes, y pusimos en su cuarto una herradura, un pentagrama y varias inscripciones triangulares con la palabra mágica: «Abracadabra.»

Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.

Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.

Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres, en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.

Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas.

Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra, pero en distinta actitud: inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído. Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró las fotografías y sonrió, sonrió. Esto era lo grave.

Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por el recuerdo de la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre.


¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía esto? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací, todavía no he despertado.

Pío Baroja